Guillermo Rodríguez Rivera, la alegría de los saberes compartidos



Por: Yolanda Brito

No podría decir que la casualidad lo trajo hasta Jagüey Grande. Fueron momentos,  como pueden ser otros, en que las coordenadas de la vida confluyeron para enriquecer, para airear las atmósferas cuando se cargaban de cosas superfluas y sin sentido.


Guillermo Rodríguez Rivera en Jagüey Grande. Años 80 del Siglo XX. 
Foto Inédita de los archivos de Yolanda Brito Álvarez

Así eran aquellos tiempos en que Guillermo Rodríguez Rivera, profesor y amigo, aceptó pasar unos días enrolado en el importante evento que era el Premio Victoria de Girón, abril de 1988, nuestro  paradigmático cónclave que no por desarrollarse en un pueblo de provincia, se le podían hacer desgarrones, y que merecería un análisis personalizado para que no olvidemos la historia de las letras que se ha escrito con “pluma de penachos largos” como diría nuestro poeta Agustín Acosta.

Y llegó, como otras veces, con su sonrisa a borbotones y su hombro elevado, recordando que el mirar por dentro, lo que hay en el corazón, es lo que  satisface el espíritu, es lo que definitivamente enriquece. Venía acompañado de otros intelectuales, pero él sobresalía por su animada conversación, por su jocosidad sin límites, demostrativa de su aguda inteligencia, de su perspicacia ante la historia, de su desenfadada manera de expresar lo que sentía y cómo veía los fenómenos.

El evento estaba acompañado de conferencias teóricas, de lecturas, tanto de los aficionados del patio como de los invitados, de debates de obras noveles, de tiempos de participación colectiva en los que todos compartían sus experiencias con los invitados. Guillermo se desvanecía entre el grupo, no guardaba distancia, al punto, que los amigos comenzaban a decirle “Guille”, y yo llegué a ruborizarme por el atrevimiento que podía haber sido mal interpretado, si Guillermo no hubiera sido Guillermo y en su alma jovial no hubiera existido esa empatía desbordada con los que le conocían o requerían de sus conocimientos.


Guillermo Rodríguez Rivera en la Premiación del Concurso Literario Municipal. Jagüey Grande. 
Año 1988. Foto Inédita de los archivos de Yolanda Brito Álvarez
 
Disertar sobre la poesía, una de sus pasiones. Llegar a la “poiesis” del asunto, he allí el verdadero clic de la literatura. Ese soplo en el  que la realidad y el arte se encuentran exactamente para hincar en el espíritu del ser humano, he ahí la poesía, no hay más.

Escuchar sus lecturas de poemas era un reto: cómo esclarecer la verdad  que se condensa ente el chiste y la filosofía, cuánta cubanidad desbordada y una sonrisa sarcástica que se  dibuja a gusto entre sus palabras, de las que era un verdadero académico. Luego juzgar las obras concursantes, elegir los mejores. Qué manera tan personal de no herir, de no decir aquél, de irse con los no premiados, y a los buenos  oírle decir algo así como: “Aquí es fácil ganar, pero salgan a la palestra, salgan, y verán lo duro de la competencia”. Y caminar las callejuelas, ir a  la búsqueda de lo cotidiano y lo de pueblo, disfrutar el paso de la gente en el parque de entonces, la botella de  vino, preguntar por los recuerdos de la guerra.

Si algo pudiera decirle hoy, y que nunca le pude decir, sería quizás: gracias, profe, estoy feliz de conocerte como eres,  sé que tú también estarías feliz cuando al fin salió El libro rojo, mi preferido de los tuyos, y cuyos poemas nos habías leído en las tertulias estudiantiles. Gracias porque creo que tú también estuviste contento cuando no ganaste el Premio Nacional de Literatura.  Qué bien me hace saber que eres en algo diferente a otros que también son buenos y que lo ostentan, pero que son, precisamente,  diferentes a ti.   Qué maravilloso haber contado contigo, guardar estas fotos, rememorar tu mirada perdida y tus palabras declinadas a las que había que prestar toda la atención.

Gracias por tus opiniones sabias, por lo que expresaste, por ejemplo, acerca del periodismo socialista, llevabas razón entonces, cuando no se te entendió del todo. O qué orgullo saberme tu “alumna del campo” y verte en la primera fila del aula cuando discutí mi tesis sobre Acosta en los difíciles años ochenta. Sabía que contaba con tu apoyo, y eso me engrandecía. O qué emoción verte en los comentarios de la televisión y  estar segura que preferías nos fijáramos más en la obra comentada que en tu sabiduría y experiencia. O leerte continuamente, seguidores de las letras,  en Espacio Laical, en Segunda Cita  o en cualquier lugar donde se reclamara tu saber.

Siempre estarás en tu pueblo, en tus alumnos, en los poetas y críticos que ayudaste a configurar en la Patria que amaste para que tuvieran una imagen única y auténtica.

Comentarios