Por lealtad a la poesía
Texto enviado por Laura Ruiz Montes para
ser leído en el espacio “Como Ángel Cierto” de Ediciones Matanzas. Esta
tertulia fue dedicada a Abel González Fagundo, el 17 de diciembre de 2010, en
la “casa de las letras”, antigua morada de la poeta cubana Digdora Alonso.
Hay un momento en el
cual se empieza a tener consciencia del instante que se vive. Para ser
eufemistas a esa edad le llamamos “cierta”. Digo entonces que hay cierta edad en
la cual se empieza a tener consciencia exacta del instante vivido. A los veinte
años es posible creer que se merece todo y que cada soplo de viento está
destinado única y exclusivamente a nuestra propia cabeza. Yo tengo ya “cierta
edad” y soy más consciente de los lujos
y del agradecimiento del lujo. Por eso pienso en Matanzas.
Desde hace un rato
estoy oyendo a Boris Vian cantar sus canciones. Le escucho una y otra vez... y
pienso en Matanzas. Una audición cálida de estas canciones en una tarde
matancera en la Casa
de las Letras, sería extraordinariamente hondo. Hay canciones que escucho solo una
vez. Otras las repito y las repito hasta ser
capaz de cantarlas de memoria, de repetir los énfasis con una
pronunciación casi exacta. Y pienso en Matanzas, en este otoño -que de existir
allí- sería vivido tan cerca de la playa de una manera tan hermosa.
Sé que mañana casi a
esta hora estarán todos llegando a la casa donde vivió Digdora. Quizás lleven
paraguas y sombrillas, como yo en estos días. Pero estarán sin abrigos, sin que
el aire frío les queme la boca. Boris Vian ahora abre la suya y canta “El
Desertor” y pienso en Matanzas. Pienso en la casa cerca de la playa y pienso,
sobre todo, en Abel González Fagundo. Creo, casi sin temor a equivocarme, que
él hubiera podido escribir estos versos que canta Boris Vian. Abel es el único
poeta que conozco que podría, como Vian, haberle escrito una carta, como aquella,
a un Señor Presidente... Lo haría no porque le asista la irreverencia –que
también- sino por encima de todo por su lealtad a la poesía.
Hay poetas leales a
sus afectos, a sus libros, a su trabajo...Pero si se piensa con honestidad
quedará en claro que verdaderamente hay muy pocos absolutamente leales a la
poesía. Abel González Fagundo lo es.
Por lealtad a la
poesía Abel no ha cruzado los mares, no ha cerrado la puerta de un tirón, no ha
hecho la guerra, no ha matado a nadie. Ser en estos días un poeta de fe es gran
cosa. Seguir cantando a toda costa es la más intensa de las entregas. Esa es la
pasión de Abel. A ella se ha dado y por ello cuando se le encuentra ya no son
sus rasgos los que saltan a la vista sino esa mezcla de poesía vivida que le
sale por los poros y ante la cual queda más que permanecer en silencio.
Es posible perder de
vista a Abel un tiempo. Yo creo que eso sucede más que todo porque a él le
fascina perderse a sí mismo de vista. Es posible perderlo de vista, digo, pero
el reencuentro será siempre el mismo: como si no hubiera pasado un día desde la
vez anterior, como si nada hubiese sucedido. Y sin embargo una sabe que pasó
todo. Sabe que Abel en su madriguera, ha logrado conservar -para que podamos sobrevivir
en cada invernadero propio- las mejores películas, los mejores libros, las mejores
ganas.
La poesía de Abel es
la poesía de un hombre que ha visto el mundo, aunque todo el tiempo dude de
ello. Su marginalidad es la de Rimbaud en Etiopía. Su coraje el de Boris Vian
desertando de ir a la guerra. Su herrancia la de Bukoswki. Coincido con él
cuando escribió que todo poeta es un
árbol torcido y los años o corrigen el tronco o lo quiebran. Es cierto.
Pero también lo es aquello que el poeta tímido guardó para sí, sin
explicaciones ni palabras que nombren o encierren y que tiene que ver con el
oxígeno que alimentó ese árbol y le hizo crecer raíces colgantes. Esas raíces
son las que tiene Abelito. Sus extremos buscan siempre el horizonte mientras se
hunden a la vez en la tierra –no donde crece cualquier hierba que pisan
nuestras plantas, oh madre!- sino en la del cultivo de la real poesía, la que
está al borde del abismo, siempre a punto
de estallar. Y de la cual, para suerte nuestra, Abel es su más límpida
metáfora.
No estaré mañana
para decirle todo esto a Abelito, eso también me falta esta tarde y me faltará
mañana. A cambio, tengo la certeza que da la lejanía, esa que asegura mi fe en
él y mi alegría porque siempre me ha permitido estar a su vera mirándole hacer
y aprendiendo de él. La misma certeza que me hace enviarle un abrazo muy
sincero y agradecido, siempre pensando en Matanzas, desde el otoñal y lejano –pero
a la vez próximo- Montreal. Abrazo que estoy segura él mismo va a interrumpir
mientras espía por encima de mi hombro al escuchar el conocido borboteo, para decirme
sonriendo “deja todo eso y atiende a la cafetera que ya está colando”...
Laura Ruiz.
Septiembre 16 y
2010.
Montreal.
Comentarios