Mis últimos agostos del siglo XX

Por: Abel G. Fagundo
En los finales del siglo XX –ese intenso período de revoluciones y caídas al abismo– un grupo de jóvenes de la provincia nos reunimos en Colón, liderados por José Manuel Espino, quién  cada cierto tiempo tiene la virtud de renovarse y dejar entrever la chispa del muchacho tras sus ojos. Aquellos encuentros de jóvenes creadores fueron como una barcaza en medio de la tormenta. Las condiciones económicas lijaban la esperanza –circunstancias más que conocidas sobre las que se han hecho múltiples lecturas– Colón se convirtió entonces en una especie de refugio cíclico,  intenso;  breve invitación para reunirnos por dos días, leer poemas, escucharnos y sobre todo compartir, interactuar.
Grupo de Poetas de la Última Cena. Javier Mederos, Mae Roque, Abel G. Fagundo, Gaudencio Rodríguez, José Manuel Espino

Esos momentos entre la galería municipal, la casa de visita de cultura y el hotel Santiago Habana fueron otro punto de partida, quizás el espigón de izaje. Yo había descubierto la poesía entre las flores –casi fantasmales– de dos ceibas muy próximas, su sombra. El libro de poemas Cálida Forma de Aramis Quintero y los discos de abuela Peruca conspiraron para inocular en el guajiro de Cuevitas la fascinación por la palabra. Luego -ya en Jagüey Grande- a través de los versos de Damaris Calderón, Marielena Hernández y Yolanda Brito, de sus enseñanzas en los talleres, las lecturas de Laura Ruiz, Zaldívar, Marimón… Más tarde –y junto aquellas personas– el encuentro con los clásicos, el rose lento.  Eran las primeras variaciones, los aprendizajes, el juego del muchacho. 
La apertura de los eventos de Colón –ahora solo puedo imaginar lo complejo que debió ser para Jesús Yanes (director de cultura de ese territorio) y para Espino, organizar todo aquello. Fue mi primera oportunidad de contagio real con personas de mi generación, neófitos que con los más diversos matices se hacían preguntas similares, comenzaban a definir su vocación. Algunos tenían concepciones ideo-estéticas más adelantadas; Gaudencio Rodríguez, a quien con inmadurez y ligera desaprobación llamábamos “el arquitecto”, fundamentados en el error de que la poesía es solo un asunto de musas, “bomba y aliento flamígero”; el propio José Manuel, sensibilidades que ya ascendían un trecho en la comprensión de innegables significados. Otros no entendíamos aún el oficio, el riguroso trabajo del labrador de palabras; creíamos en la “iluminación”, en la sorpresa y con un entusiasmo que solo es posible cuando se desconoce, nos autodenominábamos escritores en toda la territorialidad  de la palabra; pero era una arrogancia dulce, una pedantería dócil y los que más sabían nos dejaban ser, conscientes de que no era el momento para las bofetadas, quizás algún regaño suave y promisorio.
Entre la barra del Hotel y los bancos del parque, tuve mis primeras conversaciones –descargas, avalancha de ideas entre tragos de ron y poemas recién escritos– con Gaudencio, Israel Domínguez, Mabel Cuesta, Nayris Fernández, Yovanny Ferrer, Javier Mederos… instantes de asombro. Se extendieron los continuos redescubrimientos que por esa época experimentaba junto a Mae Roque, coterránea, amiga, entonces confidente. Ebrios y eufóricos nos leíamos poemas, cantábamos desafinados…, me divertía y a veces también desentonaba. En un determinado momento, Espino confesó que apenado por algunos excesos, le había propuesto a Yanes la finalización de los eventos. La respuesta de Jesús fue sorpresiva y alentadora, algo así como: “déjalos, están aprendiendo, ahora tienen la edad para las exuberancias”.
En el año 2002, la naciente editorial de la Asociación Hermanos Sainz en Matanzas, Ediciones Aldabón, publicó la antología poética, La última cena. Antología de la poesía joven matancera (1990-2000).  La selección como es obvio, estuvo a cargo de José Manuel Espino. La presentamos en la sede de la Asociación Cubana de Artesanos Artistas (ACAA), una noche invernal en la que estuvieron presentes Lina de Feria, Alfredo Zaldívar, Laura Ruiz Montes y otros escritores con los que hemos mantenido cercanías. Creo que fue Mabel R. Cuesta o alguien cercano a ella, quién consiguió llevar una cámara fotográfica digital (artefacto por entonces exótico) y gracias a ello pudimos recoger algunas imágenes del momento. Resguardos de un exorcismo, quizás la única evidencia fotográfica de que aquellos tiempos no fueron parte de una alucinación colectiva, sino sucesos reales acaecidos en circunstancias problemáticas.
Unos años después, por casualidad, al estar de paso, justo en el lugar y momento indicados, participé de un ciclo de entrevistas que hiciera en Matanzas Jesús David Curbelo, para su programa televisión A trasluz. En una parte de la entrevista le comenté, refiriéndome a la generación de los noventa, de la que formábamos parte quienes participamos de aquellas reuniones colombinas:
Ahora se habla un poco más de nosotros, son veinte años y a la historia literaria es necesario reevaluarla cada cierto tiempo. Algunos nos han acusado formalmente de epígonos, otros tienen una visión diferente. Creo que son inconcebibles los noventa sin los ochenta y que ambas generaciones forman parte del principio y el fin de un proceso histórico-literario concreto.  Yo me vinculé a un grupo de jóvenes poetas matanceros que después se reunieron en la antología “La última cena”; teníamos entonces una intención de participar de aquel momento literario. La mayoría éramos muy novatos y no creo que hayamos podido estructurar un amplio debate con nuestros contemporáneos, pero si fuimos parte del proceso y aportamos en cierta medida algunas voces que han demostrado después toda su dimensión.
Las experiencias colectivas son percibidas de manera muy diferente por cada uno de los miembros de un grupo. Además, la memoria –lo sabemos– es tramposa y selectiva. Mis recuerdos de aquellos años pasan por subjetividades propias de mi personalidad y de mi modo de traducir el mundo (entendiéndolo aquí desde la óptica de Gasset,  cuando dice que el mundo es todo aquello que le ocupa y nada más). Quienes nos reunimos en Colón –tal y como éramos–quedaron allí, con sus edades, luces, carencias y aspiraciones, atrapados en un pasado inmutable. Hoy somos otros, con nuestras respectivas evoluciones o deformaciones y cada uno tendrá su relato personal. En mi caso, me unen a ese Colón resortes emocionales e intelectuales. Varios de mis cumpleaños –fecha importante para un joven– transcurrieron allí. Fundé amistades, viví lealtades y deslealtades; configuré mis primeras ideas objetivas sobre la vastedad de la literatura y sobre todo, me convencí de que en la poesía, ese universo construido por el lenguaje, gravitará mi fragmento estético, pedazo de asteroide, no muy cerca del sol, entre los muchos anillos del idioma que circundan la periferia tibia.


Hotel Santiago-Habana

A Jesús Yanes, a José M. Espino
y los otros amigos de Colón..

Me quedaré allí, en secreto
como un fantasma joven y confuso
que salta por la ventilla del baño
para beberse el ron de los dormidos
mientras toda el agua de la ciudad nos inunda
y alguien desarma un cuaderno de poemas
para hacer barcos de papel.
Reconfortan los amigos.
El recuerdo de una edad romántica.
Ahora estamos más gordos
somos más solemnes
menos libres
pero sobrevive una línea, fina
un deseo que deja entreabierta las dos manos
para la posibilidad del abrazo cómplice.
Me quedaré allí, en las escaleras
en el piano bar donde nunca escuché música
buscando a una mujer oculta
que me negó más de tres veces.
Da miedo envejecer, vernos envejecer
que llegue el día en que seamos
el poema de un libro perdido
recuerdo de una generación traslúcida…
La provincia en época de ciclones.
* Publicado en la Revista Matanzas. Año XVI. Mayo-agosto 2016, ISNN 0864-0882, con el título “Colón y mis últimos agostos del Siglo XX” Abel G. Fagundo

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